Un día: dos historias de una misma historia

Un día: dos historias de una misma historia

Por: Jorge Gómez Naredo
10 hrs.
Hay un andador que se llama Centenario. Por él se llega a una plaza que se llama principal, o que le dicen principal, o que la conocen como la “plaza principal”. Ahí, en esa plaza, hay bancas y hay comercios que la rodean. Hay un quiosco y pequeños jardines, unos muy llenos de pasto y otros muy llenos de tierra. Hay también sol y calor, y a un costado, un mercado. Esto es el centro de Tlajomulco. Un centro con un aire pueblerino, a pesar de ser Tlajomulco un municipio de los que conforman una gran urbe.
Al lado de donde fue hasta hace algunos meses el Palacio Municipal (la representación misma del poder), se encuentra una carpa, dos atriles y más de cien sillas de metal.
Son casi las diez de la mañana y niños o adolescentes (nunca he sido bueno para eso de determinar con exactitud las “etapas” de la vida) que forman una larga fila esperan a que dos señoritas, vestidas muy formalmente y con una mascada naranja, les digan dónde sentarse.
Pero debemos tener un poco de contexto: es 23 de abril y en el mundo se celebra el día del libro. Y todo se llena de libros: los libros para allá y los libros para acá, los libros en los discursos y en la prensa. Los libros en las palabras de los intelectuales y de los no intelectuales. Se hacen alocuciones a favor de los libros y la lectura. Y las librerías ofrecen libros baratos. Los funcionarios públicos son cuestionados por los reporteros sobre los libros que hubiesen marcado sus vidas.
Así es el día del libro. Así suele ser.
En Tlajomulco, el día del libro fue también el día de los adolescentes, o de los niños, o de ambos. La larga fila de niños, o de adolescentes, se ha disipado y hoy quienes la integraban están sentados en las sillas de metal que están colocadas bajo un toldo.
Los niños y los adolescentes leerán un libro. Lo harán en intervalos: un párrafo uno y otro párrafo otro. El título de lo que se leerá: Lilus Kikus. La autora: Elena Poniatowska. O Elenita.
Unos niños o adolescentes leen muy bien. Muy llenos de dicción. Otros, en cambio, casi deletrean las palabras “caaa-miii-nnnna-rrr”. Pero todos parecen interesados. Hay silencio y están quitos del cuerpo. Ponen atención. Seguramente imaginan.
Los niños, o los adolescentes, se enteran que Lilus es una niña que anda imaginando el mundo de una forma distinta a como lo imaginan los adultos. Por ejemplo: “Lilus nunca juega en su cuarto, ese cuarto que el orden ha echado a perder. Mejor juega en la esquina de la calle, debajo de un árbol chiquito, plantado en la orilla de la acera. De allí ve pasar a los coches y a las gentes que caminan muy apuradas, con cara de que van a salvar al mundo...”
El día del libro es, de cierta manera, una celebración que no debería existir. Y es que: todos los días deberían ser días del libro. Pero no está de más celebrarlo. Y que sea de un modo lúdico, casi pueril. En esto parece ser que Tlajomulco dio en el clavo: leer una novela muy pequeñita, de una niña muy particular, que quería o quiere (porque Lilus vive en cada lectura y en cada lector) transformar al mundo, ponerlo distinto, diferente.

16 hrs.
Marometa, dicen los que la organizan, es un festival itinerante que tiene como único fin el que los niños anden divertidos: con sonrisas en el rostro. Eso es lo que dicen quienes lo organizan.
Yo no estoy de acuerdo.
Marometa, además de eso, también es un espacio de aprendizaje para los adultos. Para los que la vida, la costumbre y los “buenos” modales nos pusieron como duros. Como piedras.
En Marometa aprenden los niños. Pero también deberían aprender los grandes. Las mamás, los papás, las abuelas y los abuelos; las tías y los tíos.
Mayra Beatriz Esparza Andrade estudió trabajo social en la Universidad de Guadalajara. Es morena y tiene unas pestañas gigantes que acompañan sus ojos grandes. Labora en el DIF Tlajomulco y es encargada de ayudar y auxiliar a los niños que quieren dibujar. Está de pie junto una mesa rodeada de niñas y niños. Ella les da unos dibujos que éstos colorean con unos crayones.
Me acerco y con mi cara de reportero serio y aburrido le pregunto: “¿te gusta trabajar con niños?”. Ella, rápido, me responde que sí. Que le encanta. Que ellos, los niños, “no le tienen miedo a expresarse y dicen lo que piensan”. Le cuestiono: “¿y los adultos no dicen los que piensan?” Mayra mira hacia arriba, piensa cuatro segundos y medio, y responde, muy segura de sí: “Los adultos tienes más miedo a hablar, a equivocarse, a que se burlen de ellos”.
No me queda claro el mensaje: ¿es acaso que los adultos nos volvimos duros y jamás nos ablandamos? ¿Cuándo fue que sucedió eso? ¿Cuándo perdimos eso que aún no sé definir y que significa “ser niño”?
En la esquina de la plaza principal hay una alberca, la cual es uno de los atractivos más importantes de Marometa. De alrededor de cinco metros y medio de diámetro, es de plástico y semeja azulejo de piscina. Hay doce niños bañándose. Contentos. Con ojos de euforia.
Quien está encargado de montar y desmontar la alberca se llama José Alfredo Magdaleno Cuevas. Es rechoncho, tiene bigote y porta lentes oscuros. Me cuenta que él está encargado de la “vigilancia” y de las “reglas” en la alberca. Éstas últimas son muy claras: solamente pueden entrar simultáneamente 25 niños en la alberca, y cuando hay muchos, que es casi siempre, solamente se pueden bañar durante 20 minutos. En cada visita de Marometa se zambullen en el agua aproximadamente 300 niños.
Mientras José Alfredo (me cuestiono si lleva ese nombre por José Alfredo Jiménez) me cuenta que el agua que se usa en la alberca, después de terminada Marometa, es recogida por una pipa y se usa como de riego, una niña, menudita, le pregunta: “¿cuánto cuesta meterse a la alberca?” Él, José Alfredo, le responde: “nada, es gratis”.
A lado de la alberca hay dos brincolines, o “trampolines”, como le dice Javier Rojas. Él es encargado, junto con José Trinidad Rojas, de montarlos y desmontarlos, y de cuidar que los niños anden ahí brincando con el menor riesgo. Las reglas son claras: en el brincolín de niños grandes (a lo máximo 9 años), pueden saltar simultáneamente 10 niños. En el de “niños pequeños” (máximo 6 años), 13. Son 10 minutos el tiempo en que las niñas y los niños brincan y brinca y juegan a llegar al cielo de un salto.
Mientras José Rojas me cuenta esto, llega una niña, de alrededor de ocho años, que mirando fijamente el brincolín, pregunta: “¿cuánto cuesta entrar ahí?” José Rojas le responde: “nada, es gratis”.
Cynthia Márquez es actriz. Trabaja en una compañía de teatro que recién se formó en el Ayuntamiento de Tlajomulco. Está encargada de la sección de pintura en Marometa.
Le pregunto cómo le va con eso de “trabajar” con niños. Responde rápido: “los niños nos ponen muchos ejemplos”. Intrigado, la cuestiono: “¿por qué?” Y comienza a platicarme una especie de tratado sobre lo mucho que los adultos pueden aprender de los niños: los niños son más auténticos y naturales, y cuando pintan, es bueno no ponerles temas, ni figuras, es bueno no imponerles nada, para que ellos mismos hagan lo que quieran: que mezclen los colores, que descubran qué nace del amarrillo y del verde, del blanco y el azul, que inventen, que la imaginación les brote.
Hace calor. La plaza principal cada vez se llena más y más de niños. Camino. Tomo notas. Miro lo que sucede alrededor mío. Me encuentro con José Martín Navarro Ibarra, un artesano de San Juan Evangelista, un poblado de la ribera de Cajititlán. Tiene un taller de barro en ese lugar, pero cuando es Marometa, apoya todos los días en ella.
Su labor es simple y a la vez compleja: hacer bolitas de barro, meterlas en unas bolsas de plástico pequeñas, y cuando se haya llegado a la cantidad de 300, meterlas en bolsas grandes. Con eso se tiene el material.
Ya en Marometa, cuando los niños llegan, él entrega una bolsita a cada niño y les explica cómo hay que trabajar con barro, cuándo es bueno ponerle agua y cuándo no, cuándo es necesario apretar el barro fuerte y cuándo es bueno darle forma.
Dice José Martín que la intención es que los niños “tengan contacto con el barro, que lo toquen, lo siente y valoren lo que es la artesanía.”. Lo que más le gusta es que, cuando se trabaja en Marometa, “es como un mundo de sorpresas. Te quedas impresionado de las ideas que los niños plasman”.
Me cuenta que hace veinte y cuatro minutos antes un niño le entregó un elefante en barro: “me gustó mucho, realmente me gustó”.
Camino y recorro Marometa. Y al finalizar mi recorrido, me queda claro que los niños enseñan. Y que nosotros, los adultos, debemos ser receptivos a esos maestros que hoy se bañan en la alberca, que colorean, que pintan, que forman figuras con barro, que brincan y brincan queriendo alcanzar el cielo. O como Lilus, que cuando “el sol entra [en su cuarto] sin avisar y da grandes latigazos en la almohada. Lilus quisiera poseer uno de esos rayos, torcerlo y dejarlo resbalar entre sus dedos. ¡Qué chistoso sería tener uñas de sol! En la noche podría leer a la luz de sus uñas, a la luz de las chispitas proyectadas por sus dedos”.

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